La tristeza suele aparecer tras una pérdida real o imaginada, acompañando el período de duelo como emoción o sentimiento predominante.
Existe una tendencia deliberada a evitar los sentimientos que tradicionalmente han sido catalogados de negativos, como si fueran fenómenos ajenos a la persona que los experimenta, como algo azaroso y externo que nada tiene que ver con nosotros. Pero la tristeza, como el resto de las emociones, tiene una clara función moduladora de nuestra relación con el ambiente y con nosotros mismos.
Mientras la alegría provoca un movimiento expansivo nuestro exterior, promoviendo el contacto con el ambiente, la tristeza tiene la función relacional de limitar el contacto con el ambiente externo. Podemos preguntarnos, desde la lógica, para qué se reducen las relaciones sociales y el contacto con el mundo externo, qué buscamos con este aislamiento.
Y la respuesta es más simple de lo que pudiese parecer: si no miro hacia fuera, comienzo a mirar, y miro, hacia dentro, hacia mí mism@ y comienzo a explorar mi mundo interior, esa «capa profunda» de mi vida que pasa desapercibida para mí en muchas ocasiones, a sondear qué significados le doy a mi propia vida, a mí mism@, a las personas y a las cosas, y el que le doy a cómo todas estas piezas se relacionan entre sí.
Porque cuando estamos tristes empleamos en reiniciar, actualizar o reconfigurar el mapa interno de nuestro mundo una gran parte de nuestra energía. Energía de la que no podemos disponer si prestamos más atención a nuestras interacciones con otras personas, con otras actividades, con otras cosas. De esta manera, y en este aislamiento que nos proporciona la tristeza, la energía y atención se focalizan en la reflexión y la reestructuración necesarias tras una pérdida, en un proceso en el que reformulamos nuestra relación con la parte ausente o perdida, asimilando lo útil, haciendo permanecer lo que nos ha resultado nutritivo o favorable y descartando aquello que no lo fue, para ir ajustando nuestra esencia a nuestras nuevas relaciones, adaptándonos a la nueva realidad, elaborando nuevos mapas.
La tristeza, así pues, es esa gran maestra que nos enseña una nueva mirada sobre nosotros mismos, que nos marca la ruta para descubrir nuestra capacidad de crecer y de sobrevivir prescindiendo de algo o de alguien, que nos conduce hacia nuestro interior para que reflexionemos acerca de nosotros mismos, de lo que perdimos y de lo que tenemos.
Transitar la tristeza nos «obliga» a no quedarnos sólo en la sensación de pérdida, sino también a valorar lo recibido, lo que tenemos y hemos ganado, aquello que me permite la posibilidad de sobrevivir al dolor, de seguir creciendo.
La próxima vez que estés triste, no luches con la tristeza, quédate en ella. Es una emoción auténtica y necesaria. Déjala que cumpla con su función y aprende lo que te permite descubrir.
Macarena Humanes Galván. Psicóloga.
Col. núm. AO-02146.